En la vida, enfrentamos situaciones en las que nos vemos cruzados de brazos sin poder hacer nada: esperar el transporte, una cita médica, una llamada con noticias importantes, la llegada de alguien. Esos momentos, aunque cotidianos, no siempre son inofensivos.
La conmoción de la espera
Aguardar, esperar, permanecer… parece lo único posible.
Vemos la espera como un tiempo muerto: solo resta que pase el transporte, escuchar nuestro nombre por el micrófono, el timbre de teléfono o que llegue quien tenía que llegar.
Nuestra mente vigilante nos traiciona alimentando la ausencia de lo que no sucede. Se agolpan pensamientos:



Y nadie más los escucha, solo nosotros, atrapados en la espera.
El cuerpo reacciona: el pie se mueve solo, la cabeza gira, el corazón se acelera. Nos levantamos, caminamos de la silla a la ventana, de la cocina a la sala, del dormitorio a la puerta.
Las emociones se suman al descontrol: la ira estalla contra la secretaria que nada tiene que ver, el dolor reclama justicia, el miedo paraliza.
El espíritu, absorbido por la realidad apabullante, se empequeñece. La espera, que parecía un simple paréntesis, lo consume. Sin darnos cuenta, nos diluimos en la impotencia y la incertidumbre.
Si acumulamos una espera tras otra, terminamos en manos de lo injusto, lo arbitrario, lo inconsciente.
La sabiduría popular es elocuente:

La clave de la espera
Aunque parezca imposible, existen formas de evitar que la espera nos desespere.
La falta de control sobre el desenlace es el factor común de toda espera. Sin embargo, lo olvidamos y caemos en la ilusión de que preocuparnos acelerará el resultado. Solo genera desesperación.
La mente rechaza la incertidumbre y busca respuestas inmediatas. En lugar de aceptar que hay cosas fuera de nuestro control, nos angustiamos tratando de acelerar lo inalterable.
Asumir que la espera tiene un componente incontrolable nos ayuda a sobrellevarla con calma. Si en lugar de desesperarnos nos enfocamos en lo que sí depende de nosotros—nuestra actitud, la forma en que vivimos el día a día—, todo cambia de color.
No se trata solo de movernos físicamente, sino mental y emocionalmente. La vida no se detiene en una espera frustrada. Comienza cuando aceptamos nuestros límites y que lo esperado puede tardar o nunca llegar.
Un tren que no arriba no es el final del viaje, sino la oportunidad de cambiar de rumbo.
Pensar en esta última posibilidad nos permite encontrar otros caminos.
Ángela Yaneth Franco Silva