Ese objeto: el libro

Ese objeto, cuya puerta tocamos antes de entrar, que queremos habitar durante mucho tiempo, que cerramos cuando nos lo ha dado todo... El libro.
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Ese objeto…

… que vemos en un estante, cuyo título jala los ojos, que hacemos lo imposible por conseguir…

Con frecuencia, nos deja sin un céntimo en el bolsillo… Esos son los más preciados.

Luego, queremos encontrar el sitio perfecto, la mesa perfecta para que suceda el portento. Buscamos la cafetería, pero está llena, las mesas sucias y un ambiente estruendoso; el parque…. tampoco, demasiada gente, balones, niños; el transporte público… pero no, nos verán y nos apenará que otro lea de soslayo aquello que queremos sólo para nosotros y por primera vez…

¡Será la primera vez y debe ser perfecta! Mejor en casa.

Cuando llegamos, vamos directo al cuarto, lo dejamos sobre la cama mientras nos dirigimos al lavamanos. Al regresar, nuestro hermano lo ha abierto… ¡y lo está leyendo!

El primer libro

¿Tenemos memoria de nuestro primer libro? Para quienes aman este objeto, es fácil recordar cuál fue ese primero que se tuvo entre las manos, se abrió y se leyó con avidez.

Ese primer libro, ¿nos invitaron a leerlo?, ¿lo compramos?, ¿nos lo regalaron?, ¿lo sacamos prestado de la biblioteca?, ¿nos lo prestó un amigo?

Mi primer libro me lo regaló mi hermana. Era una antología poética de Alfonsina Storni. Ella conocía a la poeta, yo no. Sin embargo, a partir de ese libro, me enamoré de la poesía e inauguré mi biblioteca, que continuó con Delmira Agustini y Juana de Ibarbourou. El libro de Alfonsina me ha acompañado siempre, en trasteos, nuevas bibliotecas, nuevas y viejas vidas.

También, recuerdo otro primer libro, años, años atrás de este que me regaló mi hermana, pero que no fue mío.

En el colegio, en séptimo grado, un día, la directora nos llevó a la biblioteca, que para ella era sagrada, y con esto inició «la hora de lectura». Nos invitó a recorrer los pasillos y a escoger un libro, el que quisiéramos, con la condición de que, una vez tomado, debíamos terminarlo.

Yo estaba en extremo emocionada; no hallaba qué libro escoger en aquel sitio tan especial que pisaba por primera vez. Entonces, al fondo, en un pasillo desocupado, lo hallé. Era pequeño, hermoso a los ojos y al tacto, tenía letras plateadas en bajo relieve, pasta dura y un busto de hombre como imagen central: La vida de Demóstenes.

Yo lo tomé y lo leí cada día en la hora de lectura como si fuera lo más especial y exquisito de la vida; me parecía grandioso protagonizar ese ritual: entrar a la biblioteca, dirigirme al pasillo, tomarlo del estante, abrirlo, hojearlo, también leerlo, cerrarlo y devolverlo a su puesto.

La directora se extrañaba de que leyera a Demóstenes, pero no supo que lo que más disfrutaba era el ritual y el libro en sí, ese objeto maravilloso; aunque, valga aclarar, lo leí de principio a fin.

Tampoco creo que la directora presintiera que este orador griego traería una lengua y una cultura tan importantes a mi vida.

El último libro

Últimamente, he pensado que las bibliotecas deben des-atiborrarse.

He dejado muchos libros en el camino, quizá porque ya no los recuerdo o porque llega su tiempo de seguir adelante o, porque, por alguna extraña razón, no corren por mis venas como los que conservo.

Además de esto, de la necesidad de dejarlos ir, que se desprendan o, más bien, que yo me desprenda de ellos, me parece infaltable contar con vacíos para los libros que aún no se han escrito, que aún no he leído, que vendrán. Estos libros merecen un espacio físico, mental y también corazonal.

El espacio vacío en la biblioteca, ese lugar para el libro ausente, para las palabras de los deseos futuros o por venir, hace que la espera valga la pena.