El primer libro

Los libros viejos, su olor, sus raspaduras y dobleces remontan a Giovanni a la infancia, a la ingenuidad de sus ojos pasando revista por las líneas, sin entender qué decían, pero sabiendo, sobre todo, que debía cuidarlos.
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La tía Azu

Recuerdo que con mi tía Azu (Azucena, aunque le guste más que la llamen Patricia), nos poníamos a jugar con las últimas páginas de su diccionario. Yo creo haber tenido unos 8 años. En estas páginas, estaban las banderas de todos los países del mundo. Eran de las pocas páginas que se veían un poco blancas.

Ahora que lo pienso, debía ser un diccionario de Gilberto, el hermano de mi abuelita. Lo digo porque recuerdo ese olor a papel viejo… Me gusta ese aroma, me transporta a mi infancia y me hace pensar en lo frágil e inocente que era. El mundo no me cabía en la cabeza con ese montón de banderas.

Además del olor del papel viejo, estaba su cubierta, forrada con una tela roja muy bien puesta, pero ya raída en las puntas por el contacto con las superficies. La tela estaba ya mareada y un poco manchada con tinta china.

Muchas risas tuve: el estómago y los cachetes me dolían.

Los tres libros sagrados

Recuerdo también, con cariño, que mi mami tenía tres libros. Uno de ellos, que hoy me acompaña, es el diccionario Mentor. En mi casa no se leía, pero cuidar los libros era muy importante. Por eso, «el Mentor», como le decíamos, un día se hizo merecedor de una actualización de cubierta, eso sí, manteniendo su originalidad al recortar el trozo que venía repujado.

Los otros dos libros son biblias, que están con mis papás ahora. Una de ellas fue la que le regaló José Peña a mi mami en su primera comunión. La otra era la familiar; sobre sus páginas, deben estar todavía las lágrimas de una rabia que tuve al transcribir algunos versículos a mi cuaderno de religión. Ya era de noche, la luz se había ido y tuve que hacerlo en la compañía de la vela, «al mejor estilo Cervantes».