Libros de texto
En mi niñez, hubo muchos de los llamados “libros de texto”: gruesos legajos que generaban sentimientos encontrados. Por un lado, podían propiciar alguna exclamación de este tipo: “¡Todo lo que hay que hacer este año!”; mientras, por otro, seducían con su olor a nuevo ―cuando tal calidad era posible―, las imágenes a todo color, los datos curiosos, en fin, eran un carnaval en sí mismos, una feria de variedades.
Sin embargo, la relación sentimental con ellos solía decaer hacia el final del año lectivo; y cualquier sentido de pertenencia era determinado por las exigencias de la materia, en franca lid, a veces, con las otras áreas. Para diciembre, eran “míos” en términos de paquete, de fugacidad o de objetos a conservar porque habían costado mucho y servían para más adelante o como legado a posibles primos.

La caja de bienes
Ahora bien, si se trata de una conexión más profunda con las obras escritas, de inmediato, hago otro viaje en el tiempo.
Una tía muy querida había dejado a guardar en nuestra casa su cajón de libros. No recuerdo si estábamos o no autorizados para acceder al contenido, pero una de las argollas para el candado se aflojaba con facilidad, así que de vez en cuando uno se atrevía, en alguna rápida maniobra, a deslizar las manos entre esas puertas mágicas y tomar alguno de los volúmenes. Entre ellos, vi por primera vez, en luminosa edición de Círculo de lectores, El capitán y el enemigo de Graham Greene.
Página tras página me dejé atrapar por el encanto del protagonista, por su forma cínica y un tanto misteriosa de transitar por el mundo, de no ser certeza alguna, de pedir su característico “gin and tonic” a la menor oportunidad ―incluso, me dejó cierta curiosidad por la ginebra que pude resolver años después―. Este es, quizá, al que llamaría mi primer libro: no el primero que leí, ojeé, hojeé o tuve en mis manos, sino el promotor de mil nuevos sentimientos en torno a la literatura, pues no solo me abrió la puerta a su genial autor, sino también a otras formas de narrar, de existir, de maniobrar en la incertidumbre.
Al final heredé ese tesoro, y lo tengo junto a otro ejemplar, de otra editorial, que compré alguna vez… y si tengo la oportunidad, me haré a otros, pues es uno de esos regalos que se puede compartir con plena convicción del viaje.
Freddy Giovanny Oliveros Pinzón